lunes, 23 de noviembre de 2009
Perdurablemente anfetamínico
José Manuel Prado-Antúnez, vasco-gallego afincado como profesor de Instituto en la Ribera Arandina del Duero, es un poeta duro, caprichoso, irreverente, iconoclasta, personalísimo. Maneja el verso como la horma de su alma, un alma meditativa, atormentada, desasosegada y erizada de preguntas. Prado-Antúnez, que desde que le conozco –y ya van bastantes años- anda en búsqueda y captura de sí mismo, protagonizará las Veladas Poéticas de este Noviembre azacaneado en el Salón de Actos de Caja Segovia, organizadas con el marchamo de IE University. Largo octubre en el instante, Correrá la caricia por mi castro, Hesíodo, Baquiana ,y, ahora, Perduramente anfetamínico (Gran Vía editorial, 2009) son títulos que hablan por sí solos y abonan su carrera de fondo de escritor.
No, no es nada ameno ni florido este Prado representante de una generación, la suya de 1963, a la que califica de “perdedora”: “Estamos al borde de todos los acantilados, pero no damos el salto”, dice. Y entonces se desnuda ante el lector perplejo y le muestra las heridas y fracturas que le ha infligido la vida, aunque nunca sabremos si es el filósofo cínico el que habla o el Job de todas las desgracias y abandonos el que se queja. Porque habla y habla, atropellándose en las locuciones, y se hace el harakiri en público, en la asamblea de los letraheridos, y se desboca y se desangra por la palabra y por la pluma, y se exhibe como un loco de atar a trompicones, pero descarga su rifle bífido contra todo lo creado, desdeñando los halagos y sintiéndose, sin embargo, necesitado y acreedor de ellos.
Prado-Antúnez es el espejo carnal y descarnado de los jóvenes de los ochenta, mimados pero insatisfechos, perdurablemente ansiosos, “perdurablemente anfetamínicos”, que guardan una soterraña ternura desvalida y no se atreven a manifestarla sino a la contra, con insolencia, con desparpajo, tirando a dar a la sociedad que no supo ni pudo educarlos. Y resulta que tienen la piel más dura que un galápago.
Yo he asistido a las sucesivas crisis de este hombre en pie de lucha con el lenguaje, que ha madurado tarde pero profundamente como el membrillo. Y su poemario es el reflejo. Un poemario abstruso, difuso y confuso para el que no lo conozca, aunque luminosamente revelador para el que haya seguido su evolución. En él se autolapida y se autodestruye, pero también se autodisculpa y se autoestima. O sea, que está en contradicción consigo mismo, cual hijo de vecino. Y es que escribe “a dentelladas” como Miguel Hernández y grita como Munch y Chagall. Y se retrata sin pudor. Leerlo.
Manolo Prado es híspido, ríspido, ortopédico. Usa el lenguaje como muleta para vaciarse, pero también para pegar una colleja a los distraídos. No se para en barras y azota de lo lindo, a diestra y siniestra, a tirios y troyanos, a pálidos rostros de flechas en el arcabuz cargante y a eruditos a la violeta pasados de rosca y moda. Nada le detiene y todo le empuja.
Oscuro como Góngora, Quevedo o Gracián, los conceptistas del Parnaso español, hay que saber dilucidarlo para extraerle la savia del hueso duro de roer del verbo en que se encarna. Yo soy más de Lope, Garcilaso, Herrera o Villamediana, pero aun así le admiro y me someto a sus dictámenes apocadícticos de las horas bajas, en las que es sujeto y agente, torturado y torturador inconsecuente. Está enviciado consigo mismo y con los demás, no sólo en este poemario oceánico e incandescente, sino en toda su carrera existencial, vitriólica y lírica. Se mete y nos mete el hombre en llamas y llamadas en sus honduras filosóficas y filosociales, y no podemos desasirnos ya, hasta la consumación de su lectura. Y aun después nos arrastra a su precipicio. ¿Para salvarnos purgatoriamente? Lo dudo. Pero salimos escandidos y purificados, como en una catarsis virtual en tiempos de vulgaridad. Y eso es de agradecer.
Prado deberá corregir y adelgazar el exceso barbitúrico presencial y obsesivo, pero nosotros habremos de ajustarnos los machos a su exigencia literal de carne herida y sollozante. Si se lastima es porque se ama y nos ama contra sí mismo.
A veces deriva por los cerros encrespados de la misoginia, como consecuencia natural de los amores corporales desatendidos, y a veces liga lo que no hay que ligar en un corpus meramente poético, pero son pelillos que hay que echar a la mar del olvido en beneficio de otras virtudes más ocultas y menos llamativas que le dan la consistencia del poeta envenenado y rimbaudiano que es y el cual sigue siendo tras pasar el umbral de oro caedizo de la juventud creadora. Quedamos a verle venir y volver con nuevas flechas de versos.
Ahora, borrad todo lo que he dicho en el aire y asistir a su transfiguración. Hoy asciende al Paraíso de los elegidos, en este salón de la Caja de Ahorros de Segovia, donde no sólo el parné sino la literatura pura y dura brillan en toda la extensión de la palabra hecha carne y espíritu. Un aplauso, paisanos. Prado-Antúnez culmina el décimo aniversario de las Veladas Poéticas, Año del Señor y del atunero Alakrana 2009. Atención. Sic transit gloria mundi.
Apuleyo Soto
No, no es nada ameno ni florido este Prado representante de una generación, la suya de 1963, a la que califica de “perdedora”: “Estamos al borde de todos los acantilados, pero no damos el salto”, dice. Y entonces se desnuda ante el lector perplejo y le muestra las heridas y fracturas que le ha infligido la vida, aunque nunca sabremos si es el filósofo cínico el que habla o el Job de todas las desgracias y abandonos el que se queja. Porque habla y habla, atropellándose en las locuciones, y se hace el harakiri en público, en la asamblea de los letraheridos, y se desboca y se desangra por la palabra y por la pluma, y se exhibe como un loco de atar a trompicones, pero descarga su rifle bífido contra todo lo creado, desdeñando los halagos y sintiéndose, sin embargo, necesitado y acreedor de ellos.
Prado-Antúnez es el espejo carnal y descarnado de los jóvenes de los ochenta, mimados pero insatisfechos, perdurablemente ansiosos, “perdurablemente anfetamínicos”, que guardan una soterraña ternura desvalida y no se atreven a manifestarla sino a la contra, con insolencia, con desparpajo, tirando a dar a la sociedad que no supo ni pudo educarlos. Y resulta que tienen la piel más dura que un galápago.
Yo he asistido a las sucesivas crisis de este hombre en pie de lucha con el lenguaje, que ha madurado tarde pero profundamente como el membrillo. Y su poemario es el reflejo. Un poemario abstruso, difuso y confuso para el que no lo conozca, aunque luminosamente revelador para el que haya seguido su evolución. En él se autolapida y se autodestruye, pero también se autodisculpa y se autoestima. O sea, que está en contradicción consigo mismo, cual hijo de vecino. Y es que escribe “a dentelladas” como Miguel Hernández y grita como Munch y Chagall. Y se retrata sin pudor. Leerlo.
Manolo Prado es híspido, ríspido, ortopédico. Usa el lenguaje como muleta para vaciarse, pero también para pegar una colleja a los distraídos. No se para en barras y azota de lo lindo, a diestra y siniestra, a tirios y troyanos, a pálidos rostros de flechas en el arcabuz cargante y a eruditos a la violeta pasados de rosca y moda. Nada le detiene y todo le empuja.
Oscuro como Góngora, Quevedo o Gracián, los conceptistas del Parnaso español, hay que saber dilucidarlo para extraerle la savia del hueso duro de roer del verbo en que se encarna. Yo soy más de Lope, Garcilaso, Herrera o Villamediana, pero aun así le admiro y me someto a sus dictámenes apocadícticos de las horas bajas, en las que es sujeto y agente, torturado y torturador inconsecuente. Está enviciado consigo mismo y con los demás, no sólo en este poemario oceánico e incandescente, sino en toda su carrera existencial, vitriólica y lírica. Se mete y nos mete el hombre en llamas y llamadas en sus honduras filosóficas y filosociales, y no podemos desasirnos ya, hasta la consumación de su lectura. Y aun después nos arrastra a su precipicio. ¿Para salvarnos purgatoriamente? Lo dudo. Pero salimos escandidos y purificados, como en una catarsis virtual en tiempos de vulgaridad. Y eso es de agradecer.
Prado deberá corregir y adelgazar el exceso barbitúrico presencial y obsesivo, pero nosotros habremos de ajustarnos los machos a su exigencia literal de carne herida y sollozante. Si se lastima es porque se ama y nos ama contra sí mismo.
A veces deriva por los cerros encrespados de la misoginia, como consecuencia natural de los amores corporales desatendidos, y a veces liga lo que no hay que ligar en un corpus meramente poético, pero son pelillos que hay que echar a la mar del olvido en beneficio de otras virtudes más ocultas y menos llamativas que le dan la consistencia del poeta envenenado y rimbaudiano que es y el cual sigue siendo tras pasar el umbral de oro caedizo de la juventud creadora. Quedamos a verle venir y volver con nuevas flechas de versos.
Ahora, borrad todo lo que he dicho en el aire y asistir a su transfiguración. Hoy asciende al Paraíso de los elegidos, en este salón de la Caja de Ahorros de Segovia, donde no sólo el parné sino la literatura pura y dura brillan en toda la extensión de la palabra hecha carne y espíritu. Un aplauso, paisanos. Prado-Antúnez culmina el décimo aniversario de las Veladas Poéticas, Año del Señor y del atunero Alakrana 2009. Atención. Sic transit gloria mundi.
Apuleyo Soto
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